En tiempos difíciles como los que corren, uno no puede evitar pensar, al menos en alguna ocasión, cómo podrían ser las cosas de suceder un milagro. Quizá algunos le pongan forma de “varita mágica” y otros se lo pidan directamente a Aquel a quien consideran la fuente de todo poder sobre las circunstancias. Pero tanto unos como otros, en definitiva, y muy en el fondo de sus deseos, lo que buscan es eso. Llámese como se le quiera llamar, pero sobrenatural, al fin y al cabo.
Sin embargo, de la misma forma que lo desean con todas sus fuerzas, rápidamente surge en sus mentes (en nuestras mentes, desafortunadamente) la idea insistente de que “los milagros no existen” o que, al menos, pertenecieron a otro tiempo, y si no a otro tiempo, a otros lugares, pero no a nuestro aquí y ahora, en la España del siglo XXI. Nos hemos acostumbrado a vivir esta vida y en este entorno que nos rodea desde la convicción de que lo que nosotros no podemos hacer, nadie puede hacerlo. Y aunque, al menos los creyentes, sepamos y creamos (más en teoría que en la práctica casi siempre) que nuestro Dios es el Dios de todo poder y que no hay nada imposible para Él, en el fondo, no terminamos de verlo. Si nos preguntaran qué milagros hemos presenciado a lo largo de nuestra vida, más de uno no sabríamos muy bien qué decir..
Leemos una y otra vez la consecución de hechos sobrenaturales y milagrosos que recoge el relato bíblico y nos los hemos aprendido prácticamente “de carrerilla”. Ni siquiera dudamos de ellos, por más tremendos que fueran (aunque muchos quieran verlos desde lo puramente metafórico, como sucede con la narración del Génesis acerca de la creación). Pero cuando pensamos en nuestras vidas, no creemos verdaderamente que Dios pueda hacer los mismos milagros en nosotros. Al menos, no de manera práctica. “Lo del Mar Rojo, vale, pero curar completamente una enfermedad para la que los médicos no dan esperanza… eso son palabras mayores”.
Así, nuestro problema es que quizá queremos creer, pero no terminamos de hacerlo completamente. Nuestra fe ni siquiera llega a ser como ese grano de mostaza al que el Señor Jesús aludía en el Evangelio y, por supuesto, nosotros no movemos montañas. La cuestión, sin embargo, es si Dios puede moverlas y si lo creemos de forma práctica, más allá del papel y la tinta.
Estoy convencida de que, si nos preguntaran a cada uno de los cristianos evangélicos de este país acerca de si Dios puede obrar milagrosamente en nuestras vidas, la mayoría, por no decir todos, responderíamos convencidos que sí. Al fin y al cabo, ¿en qué Dios creemos, si no? Sin embargo, si variáramos levemente la pregunta y dijéramos “¿Obra Dios sobrenaturalmente HOY en TU vida?”, muchos no sabrían que contestar. Yo tampoco hubiera sabido hace un tiempo. Hubiera respondido con convicción que Dios puede mover montañas, abrir mares y multiplicar cinco panes y dos peces hasta alimentar a miles. Eso lo sé, pero quizá no lo viví tan intensamente ni desde el pleno convencimiento práctico como debería. Y seguro que me hubiera costado identificar en qué maneras portentosas Dios estaba actuando en mi día a día, en mi vida y en la de los míos. Hasta que mis ojos no pudieron por menos que percibir lo que estaba delante de mí. En medio del sufrimiento, nuestro oído se agudiza. Quizá es sólo entonces cuando verdaderamente clamamos a Él. De oídas le oímos, tantas veces, pero sólo a partir de ciertos momentos de nuestra vida y también por Su obra sobrenatural, porque Él tiene a bien mostrarse con absoluta claridad a nosotros, es que nuestros ojos pueden verle.
¿Obra Dios milagros hoy, o no? ¿Sigue Dios actuando de forma sobrenatural entre los cristianos de occidente, o eso sólo sucede en sociedades menos influenciadas por el pensamiento racionalista y científico? ¿Ha decidido Dios que el tiempo de los milagros terminó o, por el contrario, podemos y debemos esperar con expectación lo que Dios quiera mostrarnos en este sentido, también en los tiempos que vivimos?
Me gusta especialmente por su mensaje, y he de reconocer que en el último tiempo me ha conmovido hasta el extremo, una frase que recoge la canción, ampliamente conocida por muchos, Rompiendo en fe: “Si delante de mí no se abriera el mar, Dios podría hacerme andar sobre las aguas”. La verdad es que, pensándolo detenidamente, lo que esperaba quien escribió esta frase era, en todo caso, un milagro. Y me parecía retador y desafiante a la par que, hasta cierto punto, revolucionario, pensar en esos términos. Porque verdaderamente no estamos acostumbrados a pensar así, pero a la luz de lo que sabemos de Dios y lo que sabemos sobre nosotros mismos y nuestras capacidades, todo lo que sucede en nuestras vidas, tanto en el terreno de lo cotidiano y físico, como en lo espiritual, es netamente un milagro. O una consecución de muchos milagros.
Reconozcamos que esta no suele ser la visión que tenemos de nuestra vida y sus circunstancias. Y quizá es precisamente por eso que las pruebas son tan importantes en nuestra vida: hasta que no estamos lo suficientemente “heridos de muerte”, no somos verdaderamente conscientes de cuán incapaces somos ante nuestra adversidad… y de cuán milagrosa es Su actuación en nuestras existencias. Por nosotros mismos no somos nada. Nada podemos hacer tampoco por salvarnos, cualquiera que sea la afrenta particular que tengamos delante. Pequeño o grande, todo lo que sucede a nuestro alrededor es un milagro en toda regla, desde el aire que respiramos, hasta el Universo que nos contiene.
Hace unos días se publicaba la foto más grande que se ha podido hacer del cosmos a partir de la composición de muchas instantáneas tomadas por las diferentes estaciones espaciales y toda la tecnología que acompaña a ese interés del hombre por conocer el espacio. El dato que acompañaba a la foto era que reflejaba hasta 500 galaxias (que se dice pronto) y uno no puede por menos que sentir un poco-mucho de vértigo ante cosas como estas. Pues bien, ese Dios del Cosmos es también el que hace que nuestra maquinaria personal, el cuerpo que nos envuelve y que nos permite desempeñarnos en este mundo, funcione como la más perfecta máquina que haya podido construirse.
Pensar, por otra parte, que Dios se acercara a nosotros, que nos mirara y nos mire todavía, que nos ame y que nos cuide en toda circunstancia, es una consecución de milagros sin parangón. Nada es comparable a eso. Pero es que todo, sin excepción, hasta la más pequeña cosa, es fruto de la mano milagrosa del Dios en el que hemos creído. Incluso las pequeñas acciones y efectos que nos atribuimos a nosotros mismos son, en realidad, el producto directo de que Él nos permita desarrollarlas. Tal es la mano milagrosa de Dios. Y sin embargo, a pesar de su grandeza, que obra el milagro de la vida y todo lo que la rodea, nosotros no somos capaces de verla sin cierto grado de escepticismo.
Creo, sinceramente, que los cristianos nos hemos acomodado y acostumbrado a ser incrédulos. ¡Parece una contradicción en sí misma! Nos resulta mucho más sencillo no tener que devanarnos los sesos con si tal o cual manifestación puede ser un milagro, o simplemente una manipulación de los que pretenden engañar mediante las artimañas del error. Pero mucho más allá del concepto circense que tenemos a veces de lo milagroso, nuestra vida está cubierta por lo sobrenatural, aunque nos siga sorprendiendo.
Precisamente esa sorpresa es el mayor signo de nuestra incredulidad. Dios sólo debería sorprendernos en el sentido de que es absolutamente original en cuanto a Su acción para con nosotros, pero lo que suele sorprendernos muchas veces no es Su creatividad, sino el hecho mismo de que actúe sobrenaturalmente. Porque hay ocasiones en que, francamente, no podemos negar que lo que haya acontecido sea obra Suya. Cuanto mayor es nuestra incapacidad, más evidente es Su poder y Su gloria. Y el asombro es saludable, en cierto sentido, porque nos lleva a la adoración y al reconocimiento de Su persona, pero tantas y tantas veces es sólo el signo evidente de nuestra incredulidad. No esperamos que Dios obre así, pero muchas veces ni siquiera que obre, por lo que nos pilla “fuera de juego”.
Dios siempre puede hacer grandes cosas. Allí donde pensamos que está todo hecho, que nada más puede ocurrir para bien, que nos toca dar “carpetazo” a los asuntos que nos preocupan, cerrarlos y depositar nuestros ojos en otras cosas, Dios interviene con el poder de Su mano, no sólo para cambiar las situaciones, sino para recordarnos que Su capacidad no puede encasillarse en nuestro pobre concepto de milagro. Él es sobrenatural en todas y cada una de Sus manifestaciones porque esa es Su esencia y, por tanto, Dios sigue obrando hoy con milagros, como no puede ser de otra manera. Dicho de otra forma, si el mundo no puede sostenerse por sí mismo, entonces necesariamente se sostiene por Su intervención. ¿Existe alguna manera en que todo lo que sucede aquí, entonces, no sea sobrenatural?
Huyamos y seamos cautelosos con las manifestaciones dudosas de lo que pretende hacerse pasar por divino cuando no lo es, de acuerdo. Pero que el precio a pagar no sea negar la evidencia de Su inalcanzable sabiduría y Su poder sin límites. Dios obra milagros tan impactantes como la apertura del Mar Rojo, y de dimensiones incalculables, aunque lo haga de formas distintas a las que entonces usó. Y todos podríamos traer a nuestra mente situaciones en que Dios ha actuado de esta manera en nosotros. Y pobres de nosotros si no lo hiciéramos, porque quizá habría mucho que se nos está pasando desapercibido. Tal y como decía Einstein, llevándolo nosotros al contexto que nos ocupa aquí, “Si todo te da igual, es que no te están saliendo las cuentas”.
Cuando negamos esa capacidad de Dios, o creemos que la tiene pero no la aplica a nuestras vidas, le reducimos a las cuatro paredes de nuestra mente y le convertimos en un ser diminuto que poco tiene que ver con el Señor de los Ejércitos que la Biblia nos describe. Él no sólo es grande. Es portentoso, inigualable, único… y Dios de todo poder.
En el momento en que se nos olvida esto, perdemos de vista lo fundamental: Que Él es Rey sobre todo y todos y que lo milagroso en Él no es sólo circunstancial, sino la misma esencia de Su identidad.
(publicado en NOSOTRAS 49 / 2012, páginas 19-19)